Juicio político no, psiquiátrico

Lamento decirles, queridos lectores, que el Congreso va a perder su tiempo enjuiciando al presidente. Lo que necesita él no es una condena sino un psiquiatra.

¿Cómo se le ocurre a uno de los mayores ricachones del mundo meterse en semejante lío? Hombre, si podría estar jugando al golf o, mejor, paseándose por el Golfo, navegando por los verdeazules mares caribeños o nadando en alguna de sus piscinas particulares, despreocupado del “mundanal ruido”.

Pero no, la ególatra ambición ha sido su perdición. Ahora no solamente lo enjuiciará el senado, sino que será blanco de múltiples litigios civiles, y acaso criminales —es decir, tan pronto como lo despachen de la Casa Blanca por la puerta más cercana—.

Aunque no solemos referirnos a la política, se trata de un caso excepcional. Lo que se ha descubierto de su chabacano proceder pudiera ser apenas la puntita de un témpano cuyas sumergidas dimensiones serán abrumadoras. Todo se le está derrumbando como un castillo de naipes. Tanto, que atrévome a pronosticar que no durará en el cargo, acaso, ni hasta el final del año en curso.

Dicho esto, analicemos la terminología, que no es tan fácil como se piensa. Primero, “high crimes and misdemeanors” no equivale, como nos dicen los noticiólogos, a “crímenes graves y menos graves”. No, señor. Es inglés antiguo, mal redactado y disparatado (no se enjuicia a un presidente por un delito leve o menos grave [misdemeanor]). Quisieron decir “delitos cometidos a alto nivel”, ya que si fuera a nivel menor, digamos el de hijo de vecino, de ello se ocuparían los tribunales normales. Pero para juzgar a un funcionario de jerarquía presidencial hace falta uno especial, por cierto inapelable.

Otro punto es que el tan proclamado whistle blower —“soplón” en nuestra jerga popular— no es “delator”, ni precisamente “informante”, sino “denunciante”.

Pero Trump no tendrá que preocuparse mucho por la sentencia congresual, que se limitaría a la destitución si lo declaran culpable. Ni eso, porque el senado difíclmente lo condenará. Sus penas, en más de un sentido, serán a partir de su salida del poder, que como a cualquier ciudadano lo hará blanco de litigios, en su caso innumerables y carísimos.

Necesitará un ejército de abogados, procuradores y peritos judiciales especializados en las más complejas defensas y tácticas dilatorias para que no lo despojen de buena parte de su inmensa fortuna.

En cuanto a su gestión, es muy lamentable que este señor no tenga la menor aptitud política ni diplomática, y ni siquiera mucha inteligencia social con que defenderse. Si bien no parece dudosa su habilidad para lucrar en los negocios —a no ser que esté sazonada con gestiones que desdicen de la honradez y el juego limpio—, su proceder en el campo gubernamental nos deja boquiabiertos. Cada vez que abre la boca, mete las extremidades inferiores, inculpándose más, casi ingenua o desequilibradamente. A tal punto que no es seguro que pueda evadir las rejas al cabo de este tormentoso y alambicado proceso de impugnación política, con insospechadas ramificaciones delictivas.

Por eso decimos que necesita no un psiquiatra, sino un séquito de ellos, con psicólogos y expertos de todo tipo que le hagan un bondadoso análisis capaz de mantenerlo fuera del manicomio.

Con algo de suerte, terminará sus días en la palaciega “Mar-a-Lago”, que compró por una bicoca y convirtió en club particular para sacarle pingües ganancias. Con tal motivo, seguirá estando a merced de los socios, que han aportado $200,000 cada uno por el derecho a disfrutar de sus sibaríticas instalaciones.

Pero qué, ¿será capaz de declararse en quiebra y así ponerse a salvo del huracán financiero? No lo duden.